Después de más de seis años escribiendo este blog, es la primera vez que voy a dedicar una entrada íntegramente al consumo de sustancias prohibidas en el atletismo. Ya había hablado de la final de 100 m de los Juegos Olímpicos de 1988, la carrera más sucia de la Historia, pero esta vez haré unas reflexiones muy personales sobre esta enorme lacra del atletismo.
Fue precisamente la descalificación de Ben Johnson (1960) en la final de 100 de Seúl lo que me hizo tomar conciencia del enorme problema que suponían las drogas en este deporte. Hasta entonces, el posadolescente que era entonces pensaba que era algo marginal, que los atletas de alto nivel no consumían porque los controles funcionaban. Pura ingenuidad juvenil. Es cierto que el caso Johnson removió los cimientos del atletismo, que venía de dos boicots olímpicos. El duelo por la supremacía en el hectómetro entre el canadiense y un gran enemigo Carl Lewis (1961) ocupaba grandes espacios en la prensa y en la televisión. Nunca hubo un positivo tan célebre. En aquellos años 80 se hablaba de las autotransfusiones, que no se habían prohibido hasta 1985, del extraño potencial de los países del Este, especialmente de unas féminas exageradamente musculadas, y era un secreto a voces el uso ilegal de la hormona de crecimiento, completamente indetectable entonces. Sobre la cuestión de las autotransfusiones había habido un caso de un positivo curioso en la final de 10 000 m de los Juegos de 1984. El finlandés Martti Vainio (1950), campeón de Europa de la distancia en 1978, resultó desposeído de su plata olímpica por encontrarse restos de anabolizantes en su orina. Aquello resultaba extraño. Los anabolizantes en período competitivo no tenían ningún sentido. La explicación más probable era que los hubiese consumido en invierno, se extrajese sangre entonces y se la transfundiese poco antes de los Juegos. Lo que no se esperaba era que los anabolizantes del pasado resurgiesen en el momento menos oportuno.
El positivo de Johnson llevó a las federaciones atléticas a cambiar los métodos de detección del consumo de drogas. Entre otras medidas se instauraron los controles por sorpresa. Sin embargo, el dragón tiene demasiadas cabezas, como cuenta el historiador Roberto Quercetani (1922-2019) en su magnífica Historia del atletismo, más cabezas de las que la World Athletics puede cortar. En los años 90, los registros de medio fondo y fondo experimentaron una progresión difícil se explicar, como cuenta el gerente del club Correcaminos y organización de las pruebas de fondo en Valencia Juan Botella (1972) en su libro El derecho a la fatiga. En esos años el consumo de eritropoyetina, un estimulante natural de la formación de glóbulos rojos, se convirtió en habitual, hasta que se pudo detectar en 2003. Hacia el final de esa década también se pusieron en marcha los controles de sangre y los pasaportes biológicos. Pero las trampas continúan. La innovación del que se salta las reglas va muy por delante de los métodos de detección. ¿Debemos resignarnos? ¿Tendremos que acostumbrarnos a dudar absolutamente de todo y de todos?
Los motivos para bordear el reglamento dependen de cada persona. Probablemente, el más importante es la vanidad, por delante del dinero. ¿Cómo se explica, si no, el nada desdeñable consumo de anabolizantes por deportistas aficionados que, ni siquiera, compiten? ¿O los casos de positivos en competiciones de veteranos? Hace pocos años en la San Silvestre, que se celebra el 30 de diciembre y no el 31, de Salamanca hubo un rumor, falso, de que habría controles y automáticamente tuvieron lugar unas cuantas bajas. Pero es, sin duda, el dinero lo que mueve al consumo de sustancias prohibidas en el atletismo de alto nivel. Juan Botella cuenta en su libro una historia apócrifa de un atleta de calidad al que le falta un punto para ser de los mejores. Acaba sucumbiendo a la tentación y decide saltarse las normas. La diferencia económica entre ser sexto en unos Juegos o entrar en el podio es tan grande como la tentación.
El consumo de estas sustancias ha generado un comercio muy lucrativo, con medios para eludir los controles, al menos durante un tiempo que no es corto. En ese campo no es posible competir. Ahora bien, el atleta cuando elige la trampa hace un cálculo de rentabilidad. ¿Y que pasa si acabo dando positivo pese a todos los cuidados que tengo? Me sancionarán. No podré competir durante al menos dos años. Pero a poco que me salga bien, habré ganado mucho más dinero del que podría sin ayudas ilegales. Por tanto, me arriesgo. Esta reflexión probablemente sea la clave para abordar la lucha contra las drogas desde otro punto de vista, desde un punto de vista disuasorio. Si al atleta que da positivo, confirmado, se le anulan todas las marcas, se le retiran todos los honores y se le obliga a devolver todo el dinero de patrocinadores, clubes, becas o premios, es posible que se lo piense dos veces antes de cruzar el límite. Hay quien argumenta que esto va contra la presunción de inocencia, porque se presupone que el atleta ha consumido drogas desde que comenzó en el atletismo, pero también se dijo en su momento que el análisis de sangre obligatorio iba contra los derechos humanos. Contra los derechos humanos no, pero contra la justicia sí que va el recibir premios y honores que pertenecen a otros. Ya sin entrar en que las sustancias prohibidas sean perjudiciales, las normas hay que cumplirlas. Si un motociclista va a GP con una máquina de 600 cc está fuera. En el atletismo, lo mismo.